MICROCUENTO

 

EUGENIA


Por Freddy Mizger
Filósofo de la Universidad del Atlántico

Barranquilla, Colombia 


La habitación era blanca, sobria y diáfana. De un blanco hueso. Ni un cuadro que los mirara, o unas plantas o flores que los irradiara con su vegetación. Sólo el color marrón seco de los muebles hacía una tímida combinación. Tímida porque el blanco era lo que más se imponía casi como una neblina. Los nocheros, el espejo de cuerpo entero, el escaparate y la cama, parecían elementales, cercanos a la nostalgia o a la tristeza. Dos vasos de vidrio transparente contenían un agua cristalina que refractaba la luz del día. Fredo y Eugenia, acostados boca arriba y sin tocarse, miraban inmóviles el techo de fórmica. El color de sus prendas daba la impresión de camuflarse con la calmada habitación. Sus manos eran indiferentes, pero ambos compartían un tranquilo río de angustia que se movía en un solo punto. Fredo quiso pronunciar unas palabras; Eugenia se lo impidió con una de sus manos a modo de un silencio como el blanco que los rodeaba. Al retirarla, un aroma suave quedó en el aire, muy cerca y por encima de ellos. El hombre siguió intentando balbucear algo, pero no pudo. Era como si el sentido de las palabras se lo estuvieran carcomiendo sin decir nada. Y a pesar de que la mujer esta vez no movió ninguna de sus manos para cerrar o tocar sus labios, conocía su muda profundidad.

Una música acuática comenzó a balancearse por todos los recovecos de sus corazones, zigzagueando por las patas de los muebles, por los haces de la luz solar, por la blancura que los embargaba. Incluso parecía jugar con las cortinas y partículas de fino polvo que entraban por alguna que otra rendija de alguna ventana. La rara melodía anunció un movimiento femenino de Eugenia, no obstante, también activó una voz que no era de ella, que venía de adentro con una fuerza apacible: “Tranquilo, sé qué me quieres decir sin que puedas pronunciarlo”, dijo una voz diferente, pero igual de señorial en el mundo de su consciencia, en la del hombre. Fredo notó el cambio como una leve modulación, sintió y entendió un sabor primitivo en su mente sensitiva, sintió y comprendió una preocupación maternal desde la distancia (o desde la infancia, lo cual era lo mismo), aunque estuviese a unos pocos centímetros de la voz de su madre, en un cuerpo que no era el de ella. No se asombró que Eugenia ya no fuera Eugenia, porque de alguna forma era otra debido al tono de su voz cariñosa y comprensible.

Poco a poco, el blanco del íntimo cuarto cobró protagonismo junto a una especie de humedad, y como una esfumatura, cubrió la habitación cegando todo con su unánime color, acogiendo a los dos o tres seres en un abrazo musical, blando y neblinoso, como una ceguera blanca que lentamente se expandiera por todo un ojo para entrar en otro sueño, en el del hombre cuando despertara, y, por qué no, en el de todos los hombres.

 


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