SUSAN SONTAG Y UNA INNOMBRABLE ENFERMEDAD
UNA ENFERMEDAD INNOMBRABLE ENTRE LA VIDA Y LA
MUERTE
La enfermedad
es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos
otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los
enfermos.
Susan Sontag.
La enfermedad y sus metáforas. 1978.
Filósofo
de la Universidad del Atlántico
Barranquilla,
Colombia
Hay quienes
que, ante un enfermo grave en un hospital o en la habitación de una casa, se
ofrecen día a día con una atención demasiado humana, sin descanso, dividiéndose
en mil cosas y cuidados, que hasta
uno llega a preguntarse cómo es posible sacar tanta energía y optimismo,
tanta vida y tanta entrega, en medio de una angustia que puede paralizar. Pero
también los hay quienes se quedan absortos, inmóviles, ausentes, infrecuentes
en las visitas, torpes en el actuar, hablar y hasta para mirar al achacoso
enfermo, con problemas incluso para escoger las palabras adecuadas, sin
importar que a fin de cuentas se termine balbuceando el incierto “todo va estar
bien”, porque ante la esperanza, no hay otras expresiones para aliviarnos.
Nadie puede morir o enfermarse por nosotros. Sin embargo, ver la muerte y la enfermedad
en los demás, nos hace despertar qué tan frágiles y fuertes podemos ser ante
nuestra propia existencia. Y sorprende mucho más, que la literatura pueda
suscitar esas vibraciones de la vida, como es el caso del cuento Así vivimos
ahora, publicado en 1986, de la estadounidense Susan Sontag.
El relato
requiere cierta exigencia. En una primera lectura puede que se perciba una
prosa farragosa, un experimento literario que obstaculice la concentración, la
comprensión y el aflorar de nuestras emociones, pero si uno entiende que cada
uno de los 15 párrafos que conforman el cuento reflejan 15 espacios y tiempos
diferentes alrededor de un personaje que nunca se nos dice su nombre ni la
enfermedad que está padeciendo, puede que en una segunda lectura la vida se nos
imponga con todo su peso existencial.
Son muchas las
temáticas que esos párrafos hacen girar en torno al enfermo, como el de las
primeras sospechas de sus síntomas de boca en boca en varios personajes; el
número de visitas que aumenta y disminuye; las investigaciones científicas
sobre la enfermedad que, repito, nunca se menciona; la decoración de la
habitación del hospitalizado para que se sienta bien a pesar de; las atenciones
alimenticias, los viejos amores que aparecen, las inevitables recaídas, los
posibles contagiados, el pavor a la verdad, etc.
La escogencia
de un narrador externo que sólo conoce lo que dicen y hacen los personajes,
pero no lo que piensan en la gran mayoría de las veces, funciona perfectamente
para armar lo que hablan los amigos del enfermo alrededor de este, mas nunca lo que conversan con él directamente. El gran logro de este extenso cuento,
justificablemente extenso, es el de haber roto con esa regla y momia de museo
que prescribe que un cuento debe tener pocos personajes, pues en esta
orquestación narrativa aparecen 28. Están los que orbitan en cuerpo presente, con
cierta frecuencia y cercanía, alrededor del personaje hospitalizado, otros no
tanto, y los que se mencionan como factor esencial en la vida del enfermo, pero
que no están haciendo presencia, como dice un verso de Borges, en “el horror de
vivir en lo sucesivo” del adolorido paciente. Esta burda taxonomía es con el
objetivo de animar al futuro lector en potencia, a que haga su propia
clasificación en el caso de que le interese.
Una pequeña
muestra para apreciar cómo la voz del narrador se mueve en relación a los
personajes, sería la siguiente:
“Al principio sólo
perdía peso, se sentía un poco enfermo, le dijo Max a Ellen, y no pidió una
cita a su médico, según Greg, porque lograba seguir trabajando más o menos al
mismo ritmo, pero sí dejó de fumar, señaló Tanya […]”
Trabajar con
muchos personajes que aparecen, se van y vuelven a aparecer, es un riesgo que
asumió la autora—conocida más por sus ensayos que por su narrativa—, pero el haberlo
logrado con maestría creo que se debe, como decíamos, a la distribución de los
párrafos, al gran manejo del narrador y el ritmo con el cual se mueve con
relación a los personajes, con universales situaciones derivadas de una
enfermedad contagiosa. Pero también se debe, un poco, a los tres momentos en
que la madre del paciente aparece a lo largo del cuento, pues están
simétricamente bien repartidos en la historia, que casi se puede decir que
están al comienzo, en la mitad y al final. Primero, cuando se le evita que
viaje para no incomodarla, en el momento en que están con su hijo en la casa
por orden de los médicos. Segundo, cuando viaja y se hospeda cerca de la
clínica, debido a una recaída que tuvo su hijo. Y la tercera, cuando se le
convence para que regrese a Mississippi, porque se cree que está mejorando. La
voz de la madre nunca se nos muestra.
Tal vez una de
las otras exigencias de este relato es la de armar, con datos regados, a medida
que se va leyendo, la personalidad del paciente e incluso la de sus mismos
amigos. Pero sería una equivocación pensar que este cuento sólo se queda en el
arte de la técnica literaria, porque en verdad está cargada, desde el comienzo
hasta el final, de una lucha entre la vida y la muerte, entre ser y dejar de
ser. Tanto es así, que muchas de las intervenciones de los personajes, reflejan
opresivas sentencias y reflexiones como estas: “Estamos aprendiendo a morir,
dijo Hilda, no estoy dispuesta a aprender, dijo Aileen”, “Lewis
no creía que estuviera muy sano sino que no había empeorado, y eso era cierto,
pero acaso no era casi despiadado, digamos, hablar así”, “si hay algo que
no soporto, le dijo Tanya a Lewis, es pensar en alguien agonizando con la
televisión encendida.” Pero la que más me quedó gravitando sensiblemente en la
memoria y la inteligencia, fue esa escena en la que se evidencia nuestra
condición como seres humanos, eso que Heidegger en Ser y tiempo llamó el
ser-para-la-muerte, y que despierta, gracias a la angustia, una existencia
propia y auténtica, hablo de esa escena en que Stephen, uno de los personajes,
está insistiendo en que el enfermo debe saber sin rodeos, el nombre de la
enfermedad y enfrentar la situación: “[…] estaba dispuesto a decir el nombre de
la enfermedad, pronunciarla a menudo y sin dificultad, como si solo fuera otra
palabra, como chico o galería o cigarrillo o dinero, como si tal cosa, Paolo
interpuso, porque, continuó Stephen, enunciar el nombre es una señal de salud,
es una señal de que uno ha aceptado ser lo que es, mortal, vulnerable, no
eximido, ni una excepción al fin y al cabo, es una señal de que uno está
dispuesto a luchar por su propia vida.”
Las líneas que caminan
hacia un final abierto, describen la deteriorada caligrafía en el diario del
enfermo con su innombrable enfermedad que, en ese momento de la lectura, ya debe
saberse de qué enfermedad se trata, como una adivinanza que despierta la vida y
la muerte en un solo sentir.
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