VIAJANDO POR LA ANTIGUA GRECIA Y ROMA, DE LA MANO DE FUSTEL DE COULANGES
LA ANTIGUA GRECIA Y ROMA DE FUSTEL DE COULANGES
Filósofo
de la Universidad del Atlántico
Barranquilla,
Colombia
En
1864 sale a la luz un libro titulado La ciudad antigua, del francés
Numa-Denis Fustel de Coulanges, nacido en París un 18 de marzo de 1830, año en
que se publicó Curso de filosofía positivista de August Comte. Esta obra
influiría en su investigación histórica debido a su negativa de teorizar sin remitirse
a los textos de los antiguos como fuente de comprobación; “la historia se hace
con textos”, decía. El libro, que trata de cómo se formaron las ciudades
antiguas de Grecia y Roma, y que termina con la instauración del cristianismo y
su universal religión, se aleja de la visión retórica, erudita y superficial en
la cual se venía haciendo historia, de esas donde los reyes y las batallas
aparecen como muñecos y frías maquetas. Fustel, con un estilo sobrio, sencillo,
preciso, meticuloso y profundo, propone un enfoque global, relacionando íntimamente
las creencias y las instituciones, los datos y los procesos, lo espiritual y lo
social, desde un plano no solamente histórico, sino también sociológico y
antropológico, logrando así, una visión generalizadora. Y no es únicamente esto,
porque también nos hace sentir que estamos ante un estudio objetivo y extraño a
su época y a la nuestra. Sobre este extrañamiento como historiador, ya en la
introducción nos los advierte cuando escribe: “Para conocer la verdad sobre los
pueblos antiguos, conviene estudiarlos sin pensar en nosotros, como si fuesen
extraños, y con el mismo desinterés que estudiaríamos a la India o a Arabia.”
(1) El fin de este ensayo, es sentir esa extrañeza. Para ello, recurriremos a
un breve resumen de una parte del libro que nos sirva a su vez para dilucidar
la crítica que posteriormente despertó. Así que, lo que a continuación se
presentará, es una extremada simplificación de ese paso de los cultos caseros y
familiares al de una ciudad como tal. La simplificación, por cuestiones de
espacio, será dolorosa, puesto que nos enfrentamos a una obra llena de una gran
riqueza de datos presentados con sistemática exquisitez en casi 400 páginas,
una obra donde parece que cada párrafo es de vital importancia. No siendo más, adentrémonos.
Comúnmente
creemos que, al morir un ser querido, muere el cuerpo y el alma se va a algún
lugar metafísico. Sin embargo, los primitivos y antiguos pueblos de Grecia y
Roma, mucho antes de que creyeran en los dioses tutelares de cada ciudad-polis,
se creía que, al morir el padre de un hogar, su alma no iba a un mundo extraño,
sino que permanecía unida a su cuerpo en una tumba que excavaban y enterraban
en el propio campo e incluso en la misma casa de los familiares. Como el alma
seguía adosada al cuerpo, se creía entonces que tomaba posesión espiritual de
toda la casa, y para que este espíritu los protegiera, sus familiares les
rendían sacrificios oficiados por el primogénito. No era una ornamental, fría y
protocolaria conmemoración, se le ofrecía al padre, como si estuviera vivo;
vino, alimentos y sacrificios para aplacar su sed, hambre y honor, “la leche y
el vino se derramaban sobre la tierra del sepulcro; se abría un agujero para
facilitar que los alimentos sólidos pudieran llegar hasta el muerto.” Si estos
rituales no se hacían, traía como consecuencia que el alma quedara vagando o
errando por ahí en busca de alimentos y rituales para ella, atormentando a los
familiares y personas del pueblo. De ahí viene eso que llamamos alma en pena. Parte
del ritual también era el de mantener en el altar de la casa, el fuego de día y
de noche, sin echarle cuerpos sucios ni cometer actos vituperables en su
presencia. Si el fuego se apagaba, dejaba de existir un dios. En fin, estos
muertos se convirtieron en los primeros seres sagrados, en los primeros dioses
caseros, dando origen a una religión doméstica: la religión de los muertos y el
culto del hogar.
De lo
anteriormente establecido se derivan varias cosas: primero, toda religión queda
encerrada en el recinto de los hogares. No hay religión y rituales públicos,
sólo dentro de los círculos familiares (hay que tener en cuenta que para los
antiguos no existía el concepto de creación). Segundo, en estos rituales quedan
excluidos los extraños, porque era sinónimo de perturbar el reposo de los
muertos. Tercero, cada familia tenía sus propias ceremonias, sus fiestas
particulares, sus fórmulas de oración y sus himnos. Es decir que no existían
reglas uniformes como hoy las tenemos. Cuarto, el celibato queda prohibido, pues
el padre que muere y que a su vez se convierte en un dios después de haber sido
sacerdote de sus antepasados y de su actual hogar, debe dejar descendencia (el
primogénito varón) para que siga la tradición y el ciclo continúe (por eso se
creyó que no se nace por casualidad, sino para continuar un culto). Quinto, la
hermana no tiene la misma importancia que el hermano. Una vez casada, pasa a
adorar los dioses de su esposo y se desvincula de su familia natural, convirtiéndose
incluso en hija de su marido (este derecho doméstico sería la base para el
derecho de sucesión). Sexto, el parentesco (agnación) se derivaba no por
filiación genética o biológica, sino por compartir “los mismos dioses, el mismo
hogar y la misma comida fúnebre.”
Al
instalarse una sepultura y sus cultos domésticos en un hogar por generaciones,
se establecía automáticamente una relación necesaria entre el hogar religioso y
el suelo, dando como origen al derecho de propiedad. “Fue la religión, y no las
leyes, lo primero que garantizó el derecho de propiedad.”
Con el
tiempo, por acumulación de familias con cultos comunes, surgen las fratrías o
curias, y luego las tribus como unión de estas, y a su vez la ciudad como un
conjunto de tribus, respetándose al comienzo el culto de cada tribu, pero que a
fin de cuentas terminan convergiendo en un solo culto común. Por eso a la
ciudad se le concibe como una confederación de tribus, curias y familias, no de
individuos. Desde esta perspectiva, “Estado, ciudad y patria, no eran palabras
abstractas como entre los modernos: representaban realmente un conjunto de
divinidades locales con su culto diario y con creencias muy poderosas para el
alma.”
Establecida
ahora la construcción de la ciudad, podemos realizar algunas extrapolaciones.
Primero: de la misma forma que el culto doméstico era secreto y no entraba
ningún extraño, así el culto ya en la ciudad era igualmente secreto en donde no
entraban los extranjeros. Segundo: la ciudad se le concebía como una gran
esencia religiosa, como un templo, como sucedía con el hogar en la religión
doméstica. Tercero: las instituciones políticas son una extensión de las
religiones domésticas. Cuarto: el rey de una ciudad-polis era a su vez un
sacerdote, como el padre o pater de familia en la religión doméstica. “La
principal función de un rey era, pues, practicar las ceremonias religiosas.” Quinto:
los grandes hombres pudieron escribir las leyes de sus ciudades, pero no las
hicieron o inventaron. Tampoco salió del sufragio, esas leyes escritas emanaban
de la tradición, en este caso, de la religión doméstica.
Por lo
anterior, no se crea que el rey y las leyes de la ciudad como tal se imponía en
el interior de las familias, porque el jefe de estas ejercía en toda la casa
todo el derecho sin apelación. El jefe “Podía condenar a muerte, como el
magistrado en la ciudad.” El jefe de una familia gobernaba como un rey en una
nación, pero con sus propias leyes no escritas.
Por
otro lado, ya entrados en esta construcción religiosa de la ciudad, es fácil
entender algunas cosas más: una, que ciudadano es el que tiene la religión de
la ciudad, de sus antepasados, debido al culto del hogar. Por eso el extranjero
nunca fue aceptado como ciudadano griego o romano. Dos, el sitio de reunión del
senado en Roma, por ejemplo, era un templo. Un cónsul reunía ser el sacerdocio,
la justicia y el mando representando a la ciudad, siendo esta una asociación
religiosa más que política. Tres, el cónsul debía responder a todas las
preguntas en relación a su religión doméstica. Cuatro, derecho, Estado y
religión constituyen una sola cosa. Y cinco, la historia era escrita por los
sacerdotes.
Por lo
antes dicho, ya podemos entender que para los antiguos griegos y romanos era
inadmisible que alguien sin el culto aristocrático del hogar y sus antepasados
(caso de los plebeyos) llegara a ser un ciudadano y mucho menos ocupar cargos
públicos. Sólo después debido a ciertas revoluciones es que se logra que la
plebe comience a ser representada ante la ciudad. También podemos comprender de
por qué Sócrates elige la cicuta en vez de ser expulsado de su ciudad-polis,
pues eso implicaba quedar sin la tierra de sus familiares, sin la tierra donde
descasaban los huesos de sus familiares y sus almas. Implicaba quedar también sin
la protección de sus dioses, sin religión, sin derecho, sin vida moral, sin
propiedad; se perdía el derecho incluso de ser sepultado dignamente. En fin, el
destierro era “la pena máxima de los grandes crímenes.” En un esclarecedor
capítulo titulado: De la omnipotencia del Estado. Los antiguos no conocieron la
libertad individual, Fustel deja muy en claro el contexto que le tocó vivir y padecer
a Sócrates.
En
base a lo expuesto hasta aquí, echemos ahora así, una mirada crítica desde los
156 años que han pasado, independientemente del hito que produjo la obra de
Fustel de Coulanges en su momento de publicación en beneficio de la historia de
la antigüedad.
El ir
de los más simple y primitivo a lo más complejo, desde la familia al Estado
(por citar un ejemplo que vimos), delata una relación con los conceptos de
evolución y progreso, concepciones tan significativas para su época, y que
viéndolo con los estudios posteriores, dice Carlos García Gual, “aparece como
excesivamente esquemática y un tanto idealizante, al someter todos los datos a
un concepto previo, a esa idea general de la evolución desde lo elemental […] a
lo más complejo y universal.” A pesar de expresiones como “excesivamente
esquemática” y “concepto previo” en la cita, la obra no se lee como una mera
abstracción, sino como un proceso vital.
Siguiendo
con esta idea de lo progresivo y esquemático, con respecto a ese pasar de la
familia a la fratría, de esta a la tribu y luego de esta a la ciudad, se ha
dicho que lo que hizo Fustel fue transferir a grupos más numerosos las
creencias y las costumbres de los pueblos primitivos estudiados por él, dando
la sensación de que “permanecen idénticas en un dominio más extenso. Con una
lógica imperturbable, va de lo mismo a lo mismo y coloca a la familia en el
centro de una serie de círculos concéntricos.” La embestida de esta crítica tuvo
como objetivo el de hacer hincapié en que las sociedades humanas no evolucionan
así, como figuras geométricas, sino como seres vivos “que no duran y guardan su
identidad sino a condición de modificarse profundamente”.
Otro
apunte interesante que trae a colación Carlos García Gual en su puntual prólogo
a La ciudad antigua, apoyándose en el historiador francés G. Glotz, es
el de esclarecer que no son dos fuerzas, la familia y la ciudad, las que
deberían actuar en el escenario griego y romano, sino tres: la familia, la
ciudad y el individuo, y que se puede referir a tres periodos: en el primero,
la ciudad es un conjunto de familias, sometiendo estas a “todos sus miembros a
la presión del interés colectivo”. En el segundo, “la ciudad se subordina a las
familias, reclamando en su ayuda a los individuos liberados”. Y en el tercero,
“los excesos de individualismo arruinan la ciudad”.
Ya
sabemos que, debido a su espíritu positivista, Fustel acude constantemente a un
sinnúmero de autores y textos antiguos y clásicos, pero también es cierto, a
modo de crítica, que se apoya con mucha confianza en algunos que se encuentran
muy alejados de los sucesos que intenta explicar.
Por
otro lado, Fustel de Coulanges a la hora de estudiar la estructura de la
antigua Grecia y Roma, recurre a compararlas con la organización política y
cultural de la antigua India. Dicha analogía le mereció, de parte de su
discípulo Emile Durkheim y de otros historiadores, el de resaltar su uso del
método comparativo que, a pesar de su limitada y tímida utilización, lo manejó
con gran maestría (aunque a partir de la tercera parte, India no se menciona
para nada). Si hoy por hoy podemos precisar mucho más con el método comparativo
y ser muy severos con los textos de autores antiguos, es gracias al trabajo de historiadores
como Fustel.
La
obra aparte de ser una pieza fundamental para contextualizar la aparición de
filósofos, poetas y dramaturgos griegos y romanos, también lo es para aquellos
abogados interesados en entender de forma no mecánica, los orígenes y
fundamentos del derecho romano, sin esa exposición fría y funcional de términos
latinos acumulados y esquematizados sin vida. Se le agrega también que no es
una obra recargada con esa farragosa mención de reyes y emperadores con sus
respectivas descendencias, causando en el lector una morosa lectura que en
muchos casos no se termina.
El
saber cómo surge una plebe sin religión doméstica al margen de los patricios y
sus aristocráticas familias, y de qué modo con el tiempo llegó a ganar espacios
con el apoyo de los reyes monárquicos y los tiranos en contra de la
aristocracia, o de cómo llegaron a tener los plebeyos un representante que
llamaron tribuno sin ningún vestigio religioso, es ya cuestión de leer todo el
libro y darse cuenta que gracias a estas revoluciones es cuando comienza a aparecer
la filosofía en el juego de la política, en medio de una religión doméstica y
nacional ya con menos fuerza.
El
capítulo dedicado a la aparición de la filosofía en el plano político, es uno
de los más emotivos y esclarecedores para anunciar un cambio en la vida de los
griegos y, por otro lado, en el caso de Roma, para anunciar los preparativos de
los tres primeros siglos del cristianismo en el poder. En dicho capítulo uno
siente que la prosa y la asociación de ideas es ágil y seductiva, de una
claridad y fuerza que rebasan casi la exquisitez que se ha probado hasta ese
momento con la lectura, y uno entiende que a Fustel se le puede objetar su
forma lógica y geométrica de hacer historia, pero “no su espléndido estilo” (2),
como escribió Borges al final de su artículo sobre Oswald Spengler, en relación
a su concepto biológico de la historia.
(1) Todas las citas son extraídas de la publicación que
hizo la editorial madrileña EDAF de La ciudad antigua de Fustel de
Coulanges en 1982, bajo la traducción de Alberto Fano, que incluye el prólogo
de Carlos García Gual.
(2) BORGES, Jorge Luis. Obras completas IV tomo. Buenos
Aires. Emecé. P. 289.
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