LA MUERTE POR TELÉFONO: CUENTO.
LA MUERTE
POR TELÉFONO
Filósofo de la Universidad del Atlántico
Barranquilla, Colombia
A Jose Ojeda, quien siente
y entiende esta historia mejor que yo.
Nadie se atrevió a levantar el auricular por el
temor a la fatídica noticia. Ni siquiera Néstor, el mayor, que tenía fama de
temerario, lo hizo. Marcela que barría la casa se paralizó, y es la hora
todavía la tengo paralizada en mi memoria. Dos de mis hermanos estaban por
fuera de casa, pero algo nos decía que no era alguno de ellos quien llamaba, ni
siquiera el menor, que estaba con ella en el hospital cubriendo mi turno porque
no pude ir. Eso lo sentíamos sin un porqué. Papá había muerto hacía años de un
ataque cardíaco, pero esta vez era mamá quien se podía asomar por ese aparato,
no ella directamente, creo que me entienden como lo entendimos en ese entonces.
Decir las cosas ahora por su nombre me cuesta con la misma intensidad que me
costaba en aquel momento. Habíamos crecido en un barrio zona metropolitana de
Barranquilla, papá había sido empleado de una empresa fabricadora de plásticos,
y mamá tenía un negocio independiente en la casa de productos desechables, es
decir de los productos que se vendían al por mayor en la empresa donde
trabajaba papá. Actualmente es el negocio que manejo con mi hermana. Toñito, el
menor, recién graduado de un curso técnico en una de esas corporaciones que
abundan en la ciudad, andaba desempleado. Aún sigue en las mismas y con unas
miradas fijas y largas que me dan miedo. Carlos y Armando llegaban por la noche
de trabajar. Armando más temprano porque se rebuscaba y no tenía un horario
como tal, aunque a veces llegaba tarde pero no por trabajo, ese es un tema que
muy poco me gusta tocar. Tal vez lo toque. No sé, tal vez. El caso es que ese
día ninguno de los dos había llegado temprano. De Carlos me gusta hablar más.
Qué les puedo decir, es una versión de ambos, de papá y mamá, de papá sacó
hasta su forma de peinarse, de medio lado, estatura normal, madrugador (aunque
esto es de ambos), siempre calmadamente decidido, de pocas palabras, pero no
salió trigueñito, sacó el color de mamá, blanquito, y el color madera de sus
ojos. Marcela poco me preocupa, tiene un novio bien que la quiere mucho por lo
dedicada y hacendosa que es ella, y lo más probable es que termine enrolándose
con él con casa y todo, es decir con una casa que alquilen o compren con lo que
pueda ganar mi cuñado. Me preocupa Toñito, su no sentirse en la casa, y aunque
esté, me hace perder a veces el sueño en noches de vigilia. Si un tiempo atrás
fue de pocos amigos, ahora es peor. Hace poco tuvo un trabajo y sólo duró tres
meses, y es la hora que no sé si eso duró el contrato o no quiso ir más, y la
verdad es que no tengo el carácter de andar preguntándole e indagándole cosas,
y para colmo me gusta que sea así, que se quede así sea de adorno en la casa.
No he hablado de Néstor, creo haber dicho que es el mayor, el más alto y
robusto, el que siempre nos defendía de alguna ofensa o pelea. Nunca le gustó
el estudio y a duras penas terminó la básica secundaria y ni por instituciones
de estudios técnicos y prácticos se interesó, aunque aprendió el oficio de mi
tío paterno: soldador. Cuando mamá comenzó con sus síntomas, Néstor andaba con
mucho trabajo y el sol pegando duro en esta ciudad de trabajadores gordos y
sudados, de estadio y griterías. La clientela que teníamos, la misma que acudía
a nuestro negocio de productos desechables, y otras más alejadas de nuestro
entorno, nos había estado visitando días anteriores a cuando sonó ese aparato
como un heraldo negro. Pero ese preciso día, sólo estábamos Marcela, Néstor que
había venido a reposar el almuerzo, y yo atendiendo el negocio. No podíamos
parar de trabajar porque los gastos por todos lados se disparaban, que si no
era la radioterapia de mamá era la quimio; que si no era Armando con algún
problema en la calle, era el negocio que no marchaba bien algunas veces. Si no
fuera por Carlos y su estado puro de soltería y la metida de hombro de Néstor,
las cosas se hubiesen dado de manera más complicada, pues a pesar de que
recibíamos la pensión de papá a través de mamá, aun así, las cosas se
enredaban. Pobre mamá, no sé qué tengo más fijo, si la situación de todos que
convergen en un solo punto que es ella, o la imagen de ella en la cama del
hospital. Una noche que me tocaba el turno de estar cuidándola en la clínica,
se me dio por pensar en una película que vi hace años, creo que titulada Los
condados de Madison, o algo así, que trata de una señora que tiene dos hijos,
hombre y mujer, con un granjero honesto y dedicado a su familia y a sus
tierras, la historia es imaginada por sus hijos que están leyendo unas cartas
que encontraron en un baúl que dejó su madre al morir, y en ella se enteran que
mientras ellos se fueron por cuatro días a exhibir un ganado vacuno fuera del
condado con su padre, su señora madre conoció a un fotógrafo de la National
Geographic que quedó enamorado del sitio y luego de la señora poco a poco, por
culpa de esta y su comportamiento de quinceañera. Muchas veces me he preguntado
si mamá se los puso a papá cuando se separaron por un tiempo, y sin embargo lo dudo
porque siempre la vi ocupada, aunque a veces unos clientes se reunían con ella
con ínfulas de don juan, y mi vieja nunca guardó distancias, pero no por
coqueta, precisamente por lo contrario, por inocente, esa misma inocencia que
veo en Toñito, esa misma inocencia que me hacía pensar que si alguien se le
acercaba para besarla en una cita o en el mismo negocio en la casa, mamá lo
impediría con una mano en el pecho del otro diciéndole que no entiende qué
hace, con respeto e incluso con algo de impersonalidad y frialdad. Imagino esto
y a su vez pienso en papá que por aquél entonces le tocó mudarse para donde mi
abuela mientras se arreglaban las cosas con mamá. Pero no quiero seguir
hablando de eso. De lo que quisiera hablar ahora es de esa imagen que se
traspasó en cada uno de nosotros en los días y noches de turno últimamente, esa
imagen que al comienzo no era así, donde el optimismo se podía ver, donde las bromas
se asomaban y uno se iba con toda a hacer el turno, donde nos imaginábamos el
regreso de mamá a casa bien arregladita y todo, bien bonita la sala acotejada
por Marcela, y donde hasta Armando estaba temprano sentado en la sala sin
ningún problema traído de la calle. Pero no fue así en los últimos días, y la
palabra último puede sonar a trágico, pero no, porque conocíamos casos en los
que los últimos días de personas con X o Y enfermedad estaban bien, bien en el
sentido en que se les vio como siempre se les veía en vida y de repente pum,
como aconteció con un vecino hace años, el de al lado. Pero no, mamá estaba mal
y eso lo sabíamos sin decírnoslo, sin mirarnos casi. Por eso cuando sonó el teléfono
de esa manera (aunque sonara igual todos los días con las llamadas de los
clientes, familiares y amigos, incluso del hospital por allá en las semanas y
meses de mejoría), sabíamos que no era Toñito quien estaba de turno en el
hospital, porque él no es de esos hijos activos y de enérgico carácter como
para moverse con agilidad y resolución ante tan compleja situación, ni Carlos
por la sencilla razón de que él nunca llama al teléfono para dar malas o buenas
noticias, pues siempre las ha dado en vivo y en directo, y mucho menos Néstor porque
en ese momento estaba con nosotros, y ni pensar en Armando, a no ser que estuviese
llamando porque estaba en problemas. Fue entonces cuando recordé mi última cita
con el médico porque me había sentido un poco mal, y los nefastos resultados
que me arrojó el doctor una semana después y la valentía que tuve en salir de
casa y recibirlos sin previamente llamar o que me llamaran, recordé esto,
repito, y me llené de coraje y descolgué el aparato y sentí el olor del
hospital, sus pasillos de vida y muerte, sus baldosas ajedrezadas, niños y
ancianos en habitaciones de paredes y camas blancas, proyectando también en mi
mente a mis hermanos turnándose por mi futura situación, a mis hermanos en
momentos simultáneos perdidos y encerrados en sus emociones, en especial Toñito,
que estará en casa cuando Marcela se haya ido con su novio, Toñito sentado o de
pie detrás de unas vitrinas de un negocio de productos de plásticos pensando en
mí al igual que mis hermanos, pensando que en cualquier momento otra vez sonará
el teléfono de esa forma que todos sabemos, y que anunciará que yo, el tercero
de todos, al que visitarán en un futuro no muy lejano al igual que a mamá, ha
quedado envuelto en una sola palabra o expresión, en las mismas palabras y
expresiones que escuché cuando tuve la valentía de levantar el auricular del
teléfono y recibir ese mensaje fatídico que llegó atravesando espacios y cables
con la misión de salir por un parlantico, y que me imagino que se repetirá
conmigo más adelante, mientras Marcela esté con su esposo en su nueva casa, donde
quizás Néstor esté acompañando a Toñito en el negocio después de haber soldado
una reja en su taller, donde quizás Carlos todo formalito esté atendiendo a un
cliente en su oficina o haciéndome compañía postrado yo en una cama de hospital,
y donde quizás Armando estará sentado en un rincón de algún edificio abandonado
con otros amigos, rotándose entre ellos una hierba marrón-verde que mezclan a
veces con polvo de ladrillo rojo y telaraña, mientras Toñito y su enorme
silencio espera con Néstor, otro fatal mensaje por teléfono.
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