UNA EPIFANÍA LITERARIA HUILENSE
DE
CÓMO LA VISITA DE UN ESCRITOR HUILENSE, SE CONVIERTE EN EL NOMBRE DE UNA
BIBLIOTECA
Por
Freddy Mizger
Filósofo
de la universidad del Atlántico
Barranquilla,
Colombia.
Cinco cuentistas, La
generación del bloqueo y del estado de sitio, Estudios de literatura, La
narrativa del Frente Nacional, Manual de la literatura latinoamericana, Breve
historia de José Eustasio Rivera, José Eustasio Rivera, La tierra soy yo,
Compilación de textos sobre la obra de Manuel Mejía Vallejo, Escribir para
respirar, Latinoamérica: ensayos y entrevistas, Ensayos y contraseñas de la
literatura colombiana, El universo de la creación narrativa, La puerta y la
historia. No hay que ser un experto para deducir que los títulos catalogados,
versan sobre la investigación de la teoría literaria y sus escritores, en sus respectivos
contextos sociales y culturales. Esta prolífica producción va desde 1972 hasta
el año 2015. Hasta el año 2014, yo desconocía ese río temporal de estudios
literarios, y por afinidades selectivas del azar o el destino (conceptos
filosóficamente sinónimos porque el efecto es igual), ese mismo año supe de sus
existencias y los deseé, como se desea una agradable idea sugerida. El puente
que me llevó a asomarme a esos libros heterogéneos, fue el proyecto y la
realización de una tertulia literaria creada a comienzos de 2014 como docente,
junto a mi rectora y otros estudiantes de esa época, pero si nos atenemos a que
el presente es el resultado de concatenaciones de causas y efectos del pasado,
entonces —evitando “llegar” a un fantasmal comienzo del universo—, debería
decir que todo empezó un poco más atrás, en noviembre de 2013, con la llamada
de un amigo ofreciéndome, si me parecía una buena idea, trasladarme de
Barranquilla, norte de Colombia, a Pitalito Huila. Le dije con temor que sí, y
en ese mismo mes la voz de una rectora a través de un móvil, confirmó mi futuro
contrato como profesor de filosofía y castellano, y mi encuentro con una
tertulia que me llevaría a conocer al autor de las obras mencionadas.
Fue a la rectora quien se le
ocurrió contactar al escritor y crítico literario de Saladoblanco Huila, para
que nos visitara y conversáramos con él sobre lo que más nos unía: la
literatura. La cita quedó para uno de los tantos sábados de tertulia a las
cuatro de la tarde de un primero de noviembre de 2014. A las cuatro y media
pensábamos que era típico de los colombianos empezar impuntual, porque apenas
iban llegando algunos jóvenes estudiantes y adultos. A las cinco, cuando ni
siquiera había llegado nuestro anhelado autor, comenzamos a discutir la canción
y el poema con los cuales se abrió la tertulia, pero todos sabíamos que
pensábamos en él. A las cinco y media la rectora nos comentó que ya venía en
camino, que había tenido un percance, algo relacionado con el transporte y sus
carreteras, y a las seis vimos entrar por las puertas del salón de un tercer
piso, a un señor de barba blanca y gris, acompañado de su esposa y tres amigos
más, que, después, el tan esperado crítico literario, los presentó como
personas del ámbito artístico; uno era un joven escritor producto de sus
talleres en la Universidad Central de Bogotá. Otro, un poeta samario que rozaba
los cincuenta años (Álvaro Miranda, ahora muerto). Y el tercero, de unos
cuarenta y tantos años, lo presentó como un actor colombiano. Los dio a conocer
con una voz pausada, catedrática, sobria, sobándose no sé si por manía el
antebrazo izquierdo con su mano derecha. Jóvenes, adultos y adultos mayores,
asistimos a un acto de sabiduría, porque en la parquedad de expresión y
palabras, había en su serenidad, repito, antigua sabiduría de estatua griega y de
amarillentos pergaminos, y que en otra visita que nos hizo lo reafirmé cuando nos
habló de Roberto Burgos Cantor —en ese entonces el escritor
cartagenero no había fallecido— y del
eterno James Joyce, en especial ese capítulo del Ulises en que se recrea
el desorden atroz de las alucinaciones de Stephen Dedalus en un burdel y sus parroquianos.
Al final nos reímos porque nos quedó la sensación de que todo el salón donde
nos encontrábamos estaba como ebrio.
Cómo no recordar la decoración
del salón; fotografías de Totó la Momposina —quien había sido
elegida para abrir la tertulia—, y demás artistas afines pegadas en las
paredes. Tímidos jóvenes estudiantes se encontraban sentados en medio de
algunos profesores y señoras adultas, entre ellas, la familia Vargas, las
reconocidas mujeres artesanas a nivel nacional. Tal vez existan otros detalles
que no pude registrar, porque yo también me sentía perdido en una maraña de emociones.
Una vez que el maestro
presentó a sus amigos, mientras la suave y discreta presencia de su esposa se
mantenía con nosotros como público, escuchamos al poeta samario hablar del arte
de crear versos en la poesía, de la respiración del verso como tal, y dio como
ejemplo el comienzo del Quijote, ese comienzo donde la coma marca el final de
dicha respiración: “En algún lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, […]” Luego su amigo el actor comenzó a hablar de la última película
colombiana en la cual había trabajado, aunque sin adelantar gran cosa por el
cuidado de no cometer spoiler, pero mi mente seguía respirando otras líneas del
Quijote, “[…] no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza de astillero […]”
Con quien sí volví a
concentrarme, fue en su siguiente compañero y estudiante, producto de su taller
literario, quien quiso compartir un cuento de su autoría. El relato trataba de
una pareja pobre y recicladora, y me pareció que todos sentíamos que había
poesía en esa historia, a pesar del mal olor que brotaba de la lectura, de las
bolsas de basuras y demás. Recuerdo también una escena casera donde la pareja
se está bañando para quitarse la suciedad del cuerpo y el champú con su espuma llega
a ser como una especie de protagonista. Tal vez mi memoria esté agrandando o
aminorando lo acontecido, pero ya lo dijo Borges en el comienzo de su cuento Ulrica:
“Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de
la realidad, lo cual es lo mismo.” Lo cierto fue que las horas pasaron y una
conversación entre casi todos los presentes fue lo que se impuso, para cerrar después
con saludos y fotos por doquier.
Hay algo curioso en este
crítico literario que nos visitó en ese 2014, la curiosidad de que a pesar de
que estudió derecho en la Universidad Externado de Colombia, lo que más se le
nota es su fijación y pasión por la literatura, no solamente por ser egresado
del Instituto Caro y Cuervo en Literatura Hispanoamericana, sino también por su
intensa investigación en estudios literarios —como vimos al comienzo—, por
los primeros puestos que ha alcanzado en concursos de narrativa a nivel nacional
e incluso internacional, por haber sido jurado de concursos de literatura en
todos sus géneros dentro y fuera del país, por ser colaborador del Diccionario Enciclopédico
de las Letras Latinoamericanas de la fundación Rómulo Gallego, por dedicarle
tiempo y con igual intensidad, a los seminarios y talleres que impartió sobre
fotografía, cine y teatro, publicando también en diarios y revistas de talla nacional
y mundial.
Transcurridos cuatro años, algunos
docentes tuvimos que enfrentarnos ante una lista mental de escritores insignes
del Huila, para colocarle el nombre a una biblioteca que se había creado en ese
instituto[1] donde yo trabajaba como
profesor. Mientras mis colegas debatían, yo imaginaba el final de ese lejano
encuentro, bajando las escaleras de un tercer piso, al paso lento del escritor
invitado, comentándole mis apreciaciones sobre uno de sus libros que había
comenzado a leer hacía poco, así lo recordé cuando comencé a escuchar, de parte
de mis compañeros de trabajo, el nombre de pila de quien había visitado en
varias ocasiones nuestra tertulia en la escuela y en quien pensaba yo en esos
momentos, el hombre que incluso había revisado un cuento de mi rectora escrito
en 2015, el maestro que había forjado con sus talleres a escritores como
Gerardo Meneses Claros y tantos otros. Fue cuando la revelación y la epifanía hicieron
presencia, fue cuando tuvimos claro que la imagen que debería ir en la entrada
de la modesta biblioteca, sería la de aquel hombre de setenta y siete años
cumplidos, y que muchos conocemos y respetamos bajo el nombre de: Isaías Peña
Gutiérrez.
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