ESPECULANDO CON EL AJEDREZ
El ajedrez, una especulativa soledad compartida
A Daniel Palomares Valencia,
silencioso jugador de ajedrez.
“La poesía es un melodioso ajedrez
que jugamos con Dios en solitario.”
Eugenio Montejo
Filósofo
de la Universidad del Atlántico
Barranquilla,
Colombia
Muchas
veces cuando nos adentramos en busca del Origen de algo, nos tropezamos
(hipotética o especulativamente) con tres señoronas: ante una postura oficial, frente
a varias posturas alternas a la oficial, o con el misterio de no saber con
certeza dónde nace algo. En todas tres se experimenta una especie de
encontrarnos con nosotros mismos, pero más en la tercera opción.
Con
referente a la historia y origen del ajedrez, se ha dicho que surgió en India,
concretamente en el Valle del Indo, por allá en el siglo VI de nuestra era. Algunos
sostienen que en la antigua Persia, actual Irán, debido al hallazgo más antiguo
de un poema sobre el ajedrez que data igualmente del siglo VI. Otros que en la
China del siglo III antes de Cristo, más alejado aún en el tiempo, pero no
mucho en el espacio geográfico. De
acuerdo a estas posturas, se tejerán concatenaciones para su ulterior
desarrollo histórico y teórico, como si fuera el despliegue gradual de un
individuo que va desde la infancia hasta la madurez, y a veces incluso hasta la
muerte. En fin, de acuerdo a ciertas investigaciones objetivas, cada quien se
puede ir ajustando a sus predilectas conjeturas, como si se tratara de aperturas
y defensas que van configurándose a una misteriosa personalidad de un ajedrecista.
Pero
más que una historia y origen del famoso juego ciencia, me interesa sus
consecuencias filosóficas, que fue lo primero que me abrumó cuando aprendí a conocer
sus básicos movimientos. Recuerdo que, en conversación con el amigo que me
enseñó las funciones elementales de cada una de las piezas en esos primeros
días de aprendizaje, lo que más me sobrecogió, fue el tema del Destino y el
Azar (conceptos filosóficamente sinónimos, porque los efectos, ya sean de una o
de la otra posición, son los mismos) y el eterno problema de si somos piezas de
algún titiritero que juega con nosotros, como muy bien lo refleja el famoso
poema de Borges titulado Ajedrez, que, después de dejar claro que las
piezas del tablero son gobernadas por nosotros, el argentino sigue verseando como
sigue: “También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro
tablero / de negras noches y blancos días. / Dios mueve al jugador, y este la
pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño
y agonía?” O es un Dios o dioses, o es el mismo universo con sus fuerzas,
quien(es) juega(n) con nosotros— como lo hace el cuidadoso y concentrado arte del
carpintero con la madera—, o es nuestra absoluta e indeterminada libertad, quien
se enfrenta a un adversario en el geométrico, matemático y precioso tablero. Si
es sólo esto último, nada más cercano que la etimología de la palabra ajedrez,
que quiere decir en sánscrito, “cuatro fuerzas”, que serían las cuatro armas del
antiguo ejército indio: infantería (peones), caballería (caballos), carros de
combate (torres) y elefantes (alfiles), reducidas a una sola palabra de un solo
aliento: chaturanga. Por eso también dice Borges en su poema, con perpleja
universalidad: “En el Oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es
toda la Tierra. / Como el otro, este juego es infinito.”
Otro
asombro que fustigó la angustia y serenidad de mis pensamientos, fue el de las finitas
o infinitas combinaciones y variantes que se ramifican en un universal tablero
mental, abarcando al universo y al más ínfimo movimiento de nuestras vidas,
cuando tomamos una decisión crucial, o incluso en la más nimia soledad de
nuestros actos y pensamientos cotidianos. ¿Cuántos de nosotros no hemos sentido
el vértigo ante una gran decisión, por el temor al positivo o negativo
encadenamiento que pueda activar para nuestro futuro y al de algunos de quienes
nos rodean? El ajedrez (y sospecho que todo arte, ciencia y deporte) nos hace
enfatizar con el cálculo, ese abismo vivencial, porque no somos seres ante el
abismo, somos el abismo.
Y
qué decir de Leibniz, el filósofo metafísico del ajedrez por excelencia, quien especuló que Dios
creó al mundo
jugando. La idea no es nueva, por lo menos en Occidente, pues
ya la había dilucidado Heráclito cinco siglos antes de Cristo, al afirmar que
un dios juega un juego indeterminado, cuando dice: “El Aión[1], niño que juega con los
cubiletes, de él es el reino” (en el
pasado siglo Einstein dirá que Dios no juega a los dados con el universo). La
diferencia en relación al ingenio alemán (Leibniz aparte de ser filósofo, fue lógico, matemático, jurista, bibliotecario y político),
estriba en que ese juego es el ajedrez. Así, Dios crea al mundo mediante un
juego y el cálculo. Por eso no es de extrañar que le debamos a él, ser el
fundador de la estadística y el cálculo de juegos, mientras, simultáneamente
(algo que todavía se discute en quién fue primero), se le adjudicaba, junto a
Newton, el descubrimiento del cálculo diferencial. ¿Quiere decir lo anterior,
que Dios creó el universo estableciendo unas reglas racionales y lógicas, con
finitas o infinitas combinaciones ajedrecísticas, jugando contra él mismo, o
con un hipotético contrincante del mal? O, como el demiurgo de Platón, ¿el
mundo era una materia informe (para este caso, un tablero informe), para que el
Dios de Leibniz lo organizara con las reglas del ajedrez, fabuladas por su mente
absoluta?
Alejándonos
un poco de frías y abstractas reflexiones, hay también un poema titulado Ajedrez,
pero que nace de este lado del caribe colombiano, en Santa Catalina, Bolívar,
cuyo creador es Rómulo Bustos Aguirre. En ese cortísimo poema, de tan sólo ocho
versos, se describe el desorden y desolación de las piezas en el tablero, que
deja un jugador sin sexo definido, porque sólo se nos dice que “Alguien ha
dejado abandonado este juego”. El escenario de las sesenta y cuatro casillas,
delimitadas por cuatro lados junto a algunas piezas, parece el de un triste y
solitario campo después de una batalla, y “El paseo desolado de la reina”, en
los últimos tres versos, hace pensar en una Úrsula Iguarán, sorprendida por el
desastre de una guerra, o el de una casa o habitación desorganizada por hombres
indomables (y pensar que la reina en un comienzo de la historia del ajedrez, no
tenía mucho poder al igual que el alfil, ambas sólo podían avanzar de casilla
en casilla según las normas árabes).
Estas
tres fabulaciones metafísicas y literarias, reflejan un camino filosófico
transitado por el pensamiento occidental europeo, debido a la introducción del
maravilloso juego, por parte del islam al conquistar a España, entre los siglos
VIII y IX, o a los Cruzados que regresaban de Tierra Santa, como aseveran
algunos investigadores. Por eso es pertinente ir cerrando estas reflexiones,
con unas líneas de Orhan Pamuk, el turco que ganó el premio Nobel de literatura
en 2006. En su novela La vida nueva, un anciano retirado de la vida
citadina, le dice a un joven visitante, personaje central de la novela, lo
siguiente: “Nosotros le habíamos enseñado el ajedrez a Occidente; algo mundano,
con el aspecto de un campo de batalla, que representaba la guerra entre el
ejército blanco y el negro, la guerra espiritual entre el bien y el mal que se
disputa en nuestros corazones. ¿Y qué habían hecho ellos? Habían convertido
nuestro visir en una reina y nuestros elefantes en obispos; en fin, eso no
tenía importancia. Pero nos habían devuelto el ajedrez como si fuera una
victoria de sus mentes, del racionalismo universal. Ahora nosotros intentábamos
comprender nuestra propia sensibilidad usando sus razonamientos y creíamos que
en eso consistía ser civilizado.” De Oriente o de Occidente, lo cierto es que
el ajedrez, y todo descubrimiento humano, se ha hecho y seguirá haciendo,
gracias a la formidable perplejidad de las grandes civilizaciones y sus
memorias, pero también a las grandes escuelas, torneos y jugadores del acumulado
pasado, del continuo presente, y del aciago futuro. Mientras haya en este juego
una entusiasta y curiosa contemplación que linde con la lucidez y el asombro
entre esos dos ociosos y laberínticos contrincantes, cada uno en su esférica soledad,
no habrá en el mecanismo interno de su mundo, un espacio para la frivolidad.
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